
Mi cuerpo está cambiando conforme voy envejeciendo.
He perdido mi cabello, algunos ligamentos en mi rodilla, la mandíbula se traba y ahora desbloqueé el dolor de ciática.
Me miré al espejo y ya no veo a aquel joven que corría detrás de un balón de fútbol. En cambio, veo a otra persona. Incluso mis facciones son diferentes. Mi piel comienza a mostrar deterioro, mis ojos cubierto por zonas oscuras acumuladas durante tantos años de insomnio. Las canas comienzan a hacerse notar en la barba, pero estoy seguro de que si aún tuviera cabello estaría cubierto de gris.
En ese espejo vi a una persona madura. Un filósofo andante que cuestiona cada paso que da. Un caminante sin rumbo. El espíritu se hace más fuerte, pero el cuerpo no. Eso es imposible porque la mente y el cuerpo no están separadas. Mi cuerpo me muestra mis dolencias, pero realmente me está hablando.
Me dice a gritos que tengo que dejar atrás a ese joven del balón. Me pide que mejore mi relación con la comida, con el ejercicio y con la espiritualidad. Soy un cuerpo, pero me he encargado de convencerme de que soy mente. No soy un espíritu habitando un avatar. Soy un cuerpo integrado con la mente, pero la mente a veces quiere convencerse de que el cuerpo está equivocado.
Pero déjame dejarte esto bien claro: el cuerpo no se equivoca.
Dicen que el cuerpo es como un templo y estoy de acuerdo con eso. Deberíamos venerarlo, hacerle ofrendas, limpiarlo, cuidarlo, renovarlo, embellecerlo y lo más importante: habitarlo.
No me da miedo hacerme viejo porque es una demostración de mi madurez. Es una clara demostración que voy avanzando en mi camino.
Cada martes comparto una reflexión para conectar con la vida de una manera más profunda. Si te gustó este texto, dime en los comentarios: ¿Cómo ha cambiado tu relación con tu cuerpo con el paso de los años? Y si aún no te has suscrito, únete aquí.