¿Vives para trabajar o trabajas para vivir?
Escapa de las normas sociales y acércate a tu verdadero ser.
Daba mi vida por el trabajo. Me pasaba horas para detallar minuciosamente cada uno de mis archivos de Excel, asegurándome que los números hacían sentido y que además estuvieran presentados de una manera bonita y profesional.
Era de esos que estaban disponible las 24 horas, literalmente. Quizá mi puesto así lo requería, pero yo no tenía problema con recibir llamadas en la mitad de la noche para ir a la planta a resolver los problemas de la línea de producción.
No fue sorpresa que subiera de peso, o que perdiera cabello, o que mi ansiedad se disparó por las nubes y que eventualmente caí en estado de depresión.
En algún momento, después entendí cómo me deje llevar en el flujo de la cotidianidad de la vida. Había suprimido todo deseo personal. No tenía metas, nada me emocionaba lo suficiente para levantarme al otro día. Había puesto todo mi esfuerzo y atención a mi trabajo. Durante ese periodo nunca pasó por mi cabeza lo que quería realmente. Fue mi propia insatisfacción la que me llevó a cuestionarme cada uno de los aspectos de mi vida.
Hubo un día en que los cristales con que veía el mundo se rompieron por completo cuando vi una noticia en el portal interno de la compañía. Anunciaba que el dueño había cerrado un trato multimillonario para adquirir una nueva planta que le pertenecía a la competencia. Se esperaban miles de millones de euros para invertir en esta nueva planta.
Mis ojos se abrieron de par en par, haciendo cuentas mentales rápidas. Eran cantidades de dinero que nunca veré en toda mi vida. Y pensé cómo este hombre se hacía más rico mientras yo me debatía ante mi salud mental deplorable.
Algo tenía que cambiar, porque la situación en la que me encontraba no era precisamente donde me la estaba pasando mejor. Y quizá ese fue el origen de querer ser mejor, de buscar estar bien conmigo mismo, sin importar en dónde me encontrara.
Seguramente conocerás a alguien como yo, que se involucra tanto en el trabajo y la vida cotidiana que se pierde a si mismo. Cuando te metes tanto en hoyo del conejo, a veces es difícil salir, porque el mismo impulso te mantiene enganchado en “hacer” que te olvidas de pensar.
Cuando no piensas, no tienes aspiraciones; y cuando no tienes aspiraciones, terminas trabajando para cumplir los sueños de otros. No tiene sentido esforzarte tanto en un sueño que no es tuyo, y, sin embargo, estamos atrapados esforzándonos por algo que no nos importa realmente.
Nos han dicho miles de veces que somos seres únicos. Que no hay dos seres iguales en este mundo, y que incluso los gemelos tienen diferencias en su carácter y su forma de ser. Sin embargo, queremos hacer lo que todos hacen, porque está de moda o porque es lo que se tiene que hacer, según la sociedad.
Hay una fuerza natural del ser dentro de cada uno de nosotros. Nos motiva a comportarnos como somos realmente. Sin embargo, nos hemos empeñado en bloquearla porque nos dejamos influenciar por cómo debemos pensar, actuar, pensar y vivir nuestra vida.
Al hacer esto solo nos impide vivir coherentemente con nuestros valores, nuestros sueños y nuestros deseos. Dejamos de ser nosotros mismos.
¿Cómo puedes ir en contra de la naturaleza? Es natural. Ser un individuo conlleva que seamos únicos, irrepetibles y excéntricos. Alejarnos de toda norma social, nos abre la puerta a quienes somos realmente. A nuestro verdadero ser.
Al negar quién tú eres, te niegas a tu individualidad, te niegas a tu naturaleza y te niegas como especie humana. Negarse es la mayor tragedia de la existencia humana. Negarse le quita sentido y propósito a tu vida. Y después nos preguntamos ¿Por qué no soy feliz?
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