
Me estaba estacionando frente a la oficina.
Mis manos estaban congeladas del frío. Afuera estaba lloviendo ligeramente, el viento helado y el sol se ocultaba a las 4 de la tarde.
Llevaba 4 noches sin dormir por el Jet Lag. Siempre es un problema cuando viajo a Europa.
Estaba en Le Havre, al norte de Francia, pero no había podido disfrutar ni un solo momento del viaje.
No estaba ahí por placer, sino por trabajo. Un trabajo que te pide que viajes un lunes para regresarte un viernes; volando en tarifa económica.
El cambio de rutina, el estrés de volar y la dieta francesa habían sido la combinación perfecta para que no pudiera cagar.
Como te podrás imaginar, todas las condiciones estaban puestas para tener un estado de ánimo de la chingada.
Aún recuerdo cuando decidí tomar este camino profesional. Me atraían mucho los viajes, especialmente por Europa, porque en México creemos que a Europa solo van los ricos; así que ir de viaje todo pagado parecía un sueño.
Al inicio todo era divertido: 1 mes entero en Italia para entrenamiento, y con comida orgánica hecha por Don Ermano, dueño de un restaurante de la región. Ahí descubrí que las pastas que había comido anteriormente eran probablemente una mezcla de trigo con químicos.
Sin embargo, después los viajes se convirtieron muy frecuentes y, por lo general, los destinos eran lugares donde solo existía un Walmart, una estación de gasolina y un McDonald's.
No fue sorpresivo que comencé a odiar los aeropuertos, los aviones, las filas para migración y las personas que se paran en el avión después de aterrizar. Algo que me emocionaba mucho, hace unos años se convirtió en un martirio y comencé a buscar excusas para ya no viajar.
Pero el trabajo es trabajo, y ese es el problema.
Tengo varios años detestando mi profesión; una profesión que yo elegí en su momento porque prometía muchas cosas que en aquel entonces eran atractivas para un niño de 17 años. Y tengo que admitir que me gusta mi profesión, es solo que… ya me harté.
Las constantes discusiones con los clientes, la falta de profesionalismo de mis compañeros y la indiferencia de la compañía por el bienestar de sus empleados; solo han revelado la verdad detrás de todo: el interés económico.
Porque no nos hagamos pendejos, estamos en ese trabajo estresante porque es la única manera que hemos logrado descubrir para que caigan unos pesos a mi cuenta de banco y poder pagar las cuentas mes con mes.
Cuando desenmascaras al verdadero enemigo, te das cuenta de que todos están como gallinas sin cabeza, corriendo de un lado a otro, sin saber cómo chingados se juega el juego de la vida y simplemente están ahí en una oficina contestando correos para evitar conectarse a una videollamada y pretender que me interesa lo que estamos a punto de discutir.
¿Te puedo contar un secreto? No me importa el negocio de la empresa para la que trabajo, y estoy seguro de que a ninguno de mis compañeros tampoco. Simplemente, es un juego de pretender.
Llevo años observando y filosofando el comportamiento de mis compañeros, de los jefes, de los gurús de negocio y todos están pretendiendo todo el tiempo. Y eso es un problema para mí, porque yo ya me cansé de pretender.
Estoy cansado de esforzarme por lograr resultados de manera ineficiente, por ir contra marea para obtener la respuesta de un compañero en la oficina de Europa, y por escuchar las quejas constantes del cliente por cómo somos unos incompetentes (tienen razón).
Así que me he planteado dejar mi profesión. Llevo años coqueteando con la idea, pero no lo hago porque no tengo una mejor alternativa.
¿Cómo dejar algo que me ha dado el estilo de vida que hoy disfruto? No es fácil tomar una decisión sin un plan B. Quizá por eso estoy escribiendo, porque quizá el siguiente paso está en la escritura. O quizá no, y solo es una manera de lidiar con mis pensamientos seductores de renuncia.
En un momento de debilidad (y hartazgo) le compartí a mis compañeros Existencialistas mi momento vulnerable de privación de sueño y el sufrimiento del estreñimiento. Así, Vicente, acertadamente, dijo que lo que yo estaba sufriendo es la denominada «Guácara».
En México le decimos coloquialmente «Guácara» al vómito; y a partir de ahora seré muy explícito con las explicaciones, así que si estás comiendo, probablemente quieras dejar este texto para después.
En algún momento de tu vida has sentido ese malestar nauseabundo de vomitar. Ya sea porque estuviste enfermo o porque tuviste una noche descontrolada; pero la sensación es la misma.
La guácara es eso que una vez que tienes el impulso interno no lo puedes controlar. Empieza a darte asco y tratas de controlarlo, pero lo único que sucede es que te ahogas con tu mismo vómito, lo cual que te da más asco y eventualmente terminas vomitando.
Bajo esta misma analogía surge la idea del hartazgo de mi profesión, porque llevo años dándome cuenta de lo nauseabundo que es el mundo corporativo, pero de cierta manera he logrado contener estas ganas de “vomitar” y seguir adelante. Pero estoy llegando a un punto en mi vida donde realmente no puedo controlarlo más y estoy a punto de tomar una decisión importante.
Sin embargo, no se trata solo de sacar el vómito y ver que pasa, porque tengo compromisos que tengo que cumplir y no puedo no hacerme responsable. No puedo solo dejar todo tirado ahí y ver que pasa.
Entonces, ¿Qué es lo que se supone que debo hacer?
Siguiendo la analogía, podría vomitar ahí en la calle, limpiarme y seguir adelante, o encontrar un lugar seguro y privado para vomitar y hacer todo el escándalo en el que estoy acostumbrado a hacer. Porque tienes que saber, que cuando yo vomito, hago un escándalo monumental.
Así que en vez de vomitar en la calle, es mejor encontrar un lugar donde pueda sacar todo el mugrero y entonces ahora sí, hacer el escándalo que yo quiera.
La realidad es que una vez que te has dado cuenta, es imposible parar. No sé cómo, no sé cuando, pero voy a vomitar muy pronto y todos se enterarán en el proceso.
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