Nunca pensé que meditar me llevaría en una espiral al abismo.
Todas las mañanas eran frías en Puebla. Era normal despertar con una capa de ceniza volcánica sobre los carros y las banquetas y mis alergias se disparaban constantemente.
Era un camino largo al trabajo, y en aquel entonces estaba lidiando con una depresión desatada por mi terrible relación a distancia, el clima y un nefasto ambiente laboral.
No recuerdo por qué comencé a meditar. Supongo que era un acto desesperado, pero en ese momento parecía lo correcto. Me ponía una meditación guiada de una chica con acento español — cómo odiaba el acento español —, pero eso es lo que había en aquel entonces.
Así lo hice durante meses todas las mañanas en camino al trabajo, pero poco sabía yo que la meditación no era un antídoto a la depresión, sino una herramienta de autoexploración.
Cuanto más tiempo pasaba observando hacia mi interior, el vacío se hacía más profundo. Enfrentaba mis propios demonios, mis sombras y todo el dolor de mi pasado. Lo que parecía me sacaría de la depresión, me tenía más hundido.
Así fue como de un momento a otro lo entendí: soy más que un cuerpo y un cerebro. Sí, mi pasado es real, pero no puedo permitir que controle mi presente y futuro. Hay algo más allá de mi experiencia física. Por fin lo pude ver.
Y eso es lo que me llevó a mi despertar espiritual. Comencé a relacionarme de una manera muy diferente al mundo: con las personas, con la naturaleza y conmigo. Porque tener paz y consciencia tranquila es el mejor estado en el que te puedes encontrar.